Apuntes sobre el comer como experiencia estética
Alejandra Bemporad
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Abrebocas
Resulta curioso que el sentido encargado de percibir los sabores comparta nombre con una de las nociones fundamentales para comprender el hecho estético desde la época del Romanticismo. El gusto y el gusto. Cuando se habla de lo bello, sin embargo, solemos referirnos a los fenómenos del gusto estético y no a los del gusto sensorial. Catalogamos la belleza de muchos aspectos de la vida, pero no la de los sabores.
¿Por qué podemos asegurar que una melodía goza de gran belleza y no decimos lo mismo de una sazón? En el hecho culinario lo que se aproxima a la belleza se limita a lo que está destinado a nuestros ojos. Pero, ¿qué ocurre con las percepciones que no son visuales? ¿Acaso no son bellas? ¿Por qué, si el gusto estético es tan importante para determinar qué es bello y qué no, los adjetivos de belleza se mantienen tan alejados del sentido del gusto que le da su nombre?
Partiremos de la belleza en tanto sentimiento, ya que así nos aproximaremos a ella como algo más complejo que una condición perteneciente a un objeto. Comprenderla como una condición que es otorgada por la mente que la percibe nos permite establecer más vínculos entre lo bello y quien lo recibe. ¿Podemos, entonces, encontrar la belleza en el hecho de comer?
El sentimiento de belleza
Las primeras teorías occidentales en torno a la definición de lo bello provienen de la Antigüedad (ca. 1200 a.C – 146 a.C), de la mano de Sócrates, Platón y Aristóteles. La cultura griega, afanada por el pensamiento y la filosofía, se aproximó a la belleza en tres niveles.
El primero de ellos se refería a la extensión abstracta del concepto, aquella correspondiente al plano de las ideas y que nada tiene que ver con el mundo material: la belleza ideal. Este concepto se vincula a las nociones de sabiduría y altruismo, es el estado más puro de lo bello.
En segundo lugar, se toman en cuenta las experiencias sensoriales profundas. Este primer paso hacia lo material se manifiesta cuando los sentidos son estimulados por bellas formas -gestos o sonidos- que conducen a emociones espirituales profundas. En este nivel tienen cabida las obras de arte, por su carácter conmovedor y su cualidad de “puente” entre el mundo ideal y el material.
Por último, el tercero de los niveles está constituido por experiencias sensoriales superficiales. Se trata de los placeres sensoriales directos que no involucran el intelecto. Para los griegos, lo bello estaba estrechamente relacionado con las ideas y los conceptos, el plano inmaterial de lo que existe sin necesidad de una manifestación física. Esa pureza del concepto se va decantando hasta llegar al nivel menos relevante, aquel que está atado a las sensaciones materiales y que carece de significación conceptual. Ya desde este momento, es importante destacar, los sentidos que tienen posibilidad de percibir lo bello, así sea en su mínima expresión, son la vista y el oído. La belleza, entonces, se puede ver y se puede escuchar.
Lo bello, decía Platón, es difícil. La belleza es un problema sobre el cual han reflexionado numerosas mentes, en búsqueda de una solución. Todo ese conocimiento encontró una sistematización cuando, en 1750, el filósofo alemán Alexander G. Baumgarten (1714-1762) publicó una obra titulada Estética. En ella, el autor separó del conjunto de conocimientos filosóficos los temas que habrían de conformar esta nueva disciplina, a la cual definió como la ciencia del modo sensible del conocimiento de un objeto. Tal término viene del griego aisthêis, que designa, a la vez, la facultad y el acto de sentir [1].
Durante el siglo XVIII, en el contexto del Romanticismo, la pregunta que la recién bautizada disciplina se hacía sobre su objeto de estudio cambió. ¿Qué cosa es bella? pasó a ser ¿qué es lo bello?, y con ello las teorías estéticas variaron sus puntos de partida y sus conceptos fundamentales. A esas nuevas bases del pensamiento estético se suma la noción del gusto, desarrollada principalmente por los filósofos David Hume (Escocia, 1711-1776) e Immanuel Kant (Alemania, 1724-1804).
Esto permitió que la belleza fuese estudiada como una condición de un ser u objeto que es percibida por un individuo. Dicha percepción está condicionada por una serie de factores, entre los cuales destaca, precisamente, el gusto. Es decir, para percibir algo como bello, nuestro gusto tiene que reconocerlo como tal. Por esta razón, las respuestas del gusto, y en consecuencia de la belleza, serán distintas para cada quien. La belleza, señala Hume, no es una cualidad de las cosas mismas; existe en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente [2].
Esto significa un cambio importante en relación al pensamiento griego, ya que la belleza no reside en el concepto universal e inamovible, sino en el individuo, y, más importante aún, en un sentimiento. Lo bello, en consecuencia, se siente.
Póster de la película Titanic (James Cameron, 1997)
Fotografía de guanábana, tomada de Wikipedia
Bad Bunny, en los American Music Awards en octubre de 2018 / Frazer Harrison/Getty Images
Que nos guste o nos disguste la película Titanic (James Cameron, 1997), la guanábana o la música de Bad Bunny, es un hecho absolutamente personal. Fuera de los parámetros del intelecto, el gusto no puede ser puesto en duda. Nos gusta lo que nos gusta porque así lo sentimos, sin necesidad de explicaciones. Igualmente, nos parece bello lo que así percibimos, despojados de juicios intelectuales que puedan opacar esa sensación.
Aproximarnos a la belleza en tanto sentimiento nos permite comprenderla más allá de la razón y del intelecto. De esta manera, la abordaremos como un sentir que es desencadenado por referencias propias del individuo que no necesariamente se ajustan a los límites de la razón. Nuestro punto de partida será el carácter sensorial de la belleza, no el intelectual.
La vista y el oído, como hemos mencionado antes, son los sentidos a los que solemos asociar la percepción de la belleza. Los adjetivos encargados de señalar que algo es en mayor o menor medida bello suelen acompañar a lo que escuchamos y, especialmente, a lo que vemos. Ya lo señalaba el historiador austríaco Ernst Gombrich (1909- 2001): La nuestra es una época visual [3].
La vista siempre ha tenido una predominancia en los temas de la belleza, por tratarse del sentido anticipatorio que percibe la apariencia. Cuando trasladamos nuestro lente al ámbito de la cocina, también encontramos que lo bello está asociado casi exclusivamente a la vista, al menos en el verbo. Hablamos de un bello emplatado, de una bella mesa, de una bella vajilla. Nunca de un bello sabor.
Experienciar el sentimiento de belleza
En inglés existe un verbo vinculado a la experiencia que no tenemos en español. To experience, distinto a to experiment, se refiere al proceso de vivir una experiencia. Para el escritor y teórico del arte Luis Miguel Isava [4], es preciso contar con un verbo en español que haga referencia a ese mismo proceso.
Experimentar, en español, describe tanto al hecho de vivir una experiencia, como de llevar a cabo un experimento. La primera acepción tiene que ver con una situación mediada por referencias y elementos de orden cultural, de acuerdo a un protocolo previamente aprendido. Es una acción que ocurre con sus bases fuera de nosotros.
Experimentamos, por ejemplo, una ida al cine para ver una película triste. Tomamos una serie de decisiones que nos llevan a vivir una experiencia de la que ya tenemos una referencia. Conocemos lo que experimentaremos, pues lo hemos vivido antes: compraremos las entradas, seguidas de las chucherías, nos sentaremos en las butacas, nos comeremos todas las cotufas antes de que proyecten la película que nos hará llorar, lloraremos, saldremos de la sala y la experiencia del cine habrá terminado. Todo bien, habremos satisfecho nuestras expectativas. No en vano, llevar a cabo un experimento se entiende como la acción de seguir una serie de pasos para obtener un resultado concreto.
To experience, en cambio, o experienciar, como propone Isava, hace referencia a un proceso distinto. Mientras experimentar se construye con las expectativas que nos forjamos de la experiencia que estamos por vivir, experienciar es transitivo e inmediato. Las referencias que lo suscitan pertenecen al individuo, a los eventos propios de cada tránsito por la vida y por el mundo. Las bases culturales pueden ser las mismas para un grupo de personas, pero cada una de ellas experienciará un hecho de manera distinta.
La acción del verbo que propone Isava, en consecuencia, ocurre en el interior de cada quien y es propia de cada individuo. Experienciar no solo se trata de lo que el objeto produzca en nosotros, sino de lo que nuestros propios códigos proyecten en él. Es un proceso de ida y de vuelta. La posibilidad de experienciar la belleza, entonces, estará dada por lo que la propia experiencia tenga que ofrecer y no por las expectativas que tengamos sobre ella. La percepción natural de la belleza es inconsciente, silenciosa.
En ese sentido, el filósofo alemán Theodor Adorno (1903-1969) asegura que cuanto con más intensidad se contempla la naturaleza, tanto menos consciente se es de su belleza. Por eso es casi siempre inútil la visita intencionada de paisajes famosos, de esas prominencias de belleza natural [5]. Acudir a un evento esperando sentir belleza es, en pocas palabras, una manera de no experienciarla de verdad.
En ese reconocimiento interno de la belleza, como ya mencionamos, aquello que sentimos como bello es una condición y no un objeto. Esta manera de aproximarse al hecho estético ha llevado a quienes lo estudian a generar nuevas teorías, más acordes a la manera cómo se han desenvuelto las artes en los últimos cien años.
En esa constante búsqueda de teorizar las prácticas artísticas, autores como el filósofo francés Yves Michaud plantean cómo en la actualidad del arte ya no se busca lo bello a través del objeto sino de la experiencia. Una obra de arte, entonces, no será necesariamente bella en sí misma, sino en su experienciación.
En ese sentido, Michaud hace referencia al éter estético [6]. Toma la noción definida por físicos y filósofos después de Newton para describir la suerte de medio sutil que, podemos decir, es lo que percibimos como belleza. Se trata de un halo, una sensación, una brisa. La obra de arte se desvanece para dejar lugar a una belleza difusa [6].
Los bellos sabores
Tengo para mí que la belleza es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos. [7]
Jorge Luis Borges
Michaud asegura que en el siglo XXI vivimos los tiempos del triunfo de la estética, de la adoración de la belleza: los tiempos de su idolatría [6]. Buscamos constantemente la belleza en todo lo que nos rodea. Cuando no la encontramos, la imponemos. Todo debe ser bello. Esta premisa ha provocado un auge de creación de situaciones en el marco del estado gaseoso del arte, aquel que nos hace más difuso el objeto y que da más prioridad a la experiencia. De alguna manera, esas situaciones bellas se han forjado alrededor de la tecnología. El espectáculo es el contexto más favorecedor, ya que propicia una impresión efectista más poderosa en el espectador.
En el caso de la comida, como ya mencionamos, la belleza suele ser más evidente a la vista. Las prácticas culinarias han continuado el reinado del ojo, estimulándolo con todo lo que da para lograr la tan esperada exclamación “¡qué belleza!”. La cocina está llena de trampantojos, juegos visuales, ilusiones y emplatados deliciosos a la vista. Comer con los ojos también forma parte de la experiencia.
Esta predominancia visual, sin embargo, hace que la culinaria corra el riesgo de olvidar su razón primordial: el sentido del gusto. Los profesionales de la cocina apuntan a las experiencias más sofisticadas creando platos que retan al comensal, y hasta lo invitan a dudar sobre lo que probarán, porque “es tan bello que no provoca destruirlo para comerlo”.
En la búsqueda de la belleza en la alta cocina, los cocineros se esfuerzan por cumplir las muy elaboradas expectativas que se generan en torno a la experiencia de comer. Podríamos pensar en la cocina del chef francés François Vatel (1631- 1671), conocido por sus extraordinarias y complejas puestas en escena. Este notable cocinero francés del siglo XVII, inventor de la crema chantilly, pasó a la posteridad gastronómica por ser uno de los primeros y más claros ejemplos del hecho de comer como puesta en escena destinada a estimular todos los sentidos, empezando por la vista. Vatel fue contratado para hacerse cargo de las cocinas del príncipe Luis II de Borbón-Condé (1621- 1686) en 1663, puesto que ocupó hasta el momento de su muerte (literalmente). En 1671, Luis II encargó a su maître un banquete de tres días que tendría como objetivo la reconciliación del príncipe con su primo, el Rey Luis XIV (1638-1715).
