Víctor García Ramírez
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Alopecia (2009), de Cipriano Martínez. Serigrafía sobre papel, 100 x 66 cm
A menudo salía del camino, o metía los pies en charcos. Resolví quitarme zapatos y medias, que, empapados, servían solo de estorbo. El impermeable tampoco tenía ya ninguna utilidad; el agua, con su persistencia, se colaba por todas partes, hasta el interior de los bolsillos.
Marío Levrero, La ciudad
Dos ansiedades parecen estar muy presentes en buena parte del ejercicio crítico contemporáneo: intentar enunciar lo común pese a reconocer la imposibilidad de hablar en nombre de los otros, es decir, representativamente; y querer articular nociones conceptuales en función de ámbitos concretos de la experiencia y no al revés. Ambas ansiedades, en buena medida complementarias, también pueden funcionar alternativa o simultáneamente como certezas, es decir, como modos explícitos de abordar la labor crítica; como un conjunto de principios que articulan la mirada, afinan el oído y orientan los pasos. Esto último es lo que, me parece, se puede identificar en el ejercicio crítico de ciertos latinoamericanistas contemporáneos. Principalmente por el empleo de una retórica del paseo donde la localización del punto de vista y el alcance de los datos que el crítico puede atestiguar o recoger por sí mismo constituyen parte importante de la legitimidad de sus planteamientos. En otras palabras, el topos en el que ancla la crítica, en estos casos, es el mismo sujeto crítico, quien constituye un centro que, con frecuencia, se desplaza, viaja, camina. Su lenguaje, en muchos sentidos, da cuenta de una repertorio terminológico sobre la experiencia que va muy de la mano con la vieja retórica de viaje que, en su merodeo, renueva los ya conocidos lazos entre crónica y crítica.
En las siguientes líneas exploraré algunas consecuencias de estas dos “ansiedades” en fragmentos del trabajo de Beatriz Sarlo, Nelly Richard y Julio Ramos. El propósito de este rastreo no pretende extraer una tesis que organice el material seleccionado de estos tres autores. Tampoco ahondar en paralelismos o diferencias entre ellos. En otras palabras no me interesa compararlos, aunque esto sea una consecuencia tangencialmente inevitable al acotarlos en un mismo ejercicio. De momento, sólo quiero ubicar algunos instantes donde estas “ansiedades/certezas” que menciono aparecen. Para ponerlo en lenguaje de viaje quiero, si acaso, simplemente dar con algunas “postales” de sus ejercicios críticos, de sus paseos.
1. Deambular: para salir de la ciudad “letrada”
En una visita en 2013 a Buenos Aires, la filósofa Judith Revel ha dicho a la “Revista Ñ” que, después de la aparición de Foucault en el panorama intelectual, se ha hecho imposible la idea de un “intelectual universal” al estilo de Sartre, quien era capaz de ejercer el papel de portavoz de los “otros”. En el caso del intelectual al estilo sartreano, los llamados “otros” muchas veces no eran más que una alusión abstracta que no refería, necesariamente, a algunos sujetos o comunidades concretas. Revel sostiene que Foucault, al contrario del modelo intelectual sartreano, simplemente ofrecía su limitada cuota de poder a los demás: “ponía al servicio de los otros su propia posición institucional”. Es decir, su labor estaba marcada por el modelo del profesor quien habla en un lugar concreto, en un momento específico y frente a la comunidad a la que tiene acceso. Sea o no esta una interpretación idealizada del proceder de Foucault −más propia de la compresión generosa del biógrafo que de la mezquindad cauta del especialista− la mayor consecuencia de este modo de asumir la intelectualidad es que, a decir de Revel, algunas veces lograba “hacer oír con más fuerza la voz de los otros, pero nunca habla (Foucault) en lugar de los otros”.
Bajo esta visión, la pertinencia de la labor del que piensa lo común tiene que ver con el hecho de que la misma puede funcionar como una suerte de aparato de amplificación. Simple megáfono o potente micrófono, el rendimiento del trabajo del intelectual supone permitir que su lugar de habla y visibilidad sea accesible a los demás para que sean ellos mismos quienes se expresen. Ya sea esto una posibilidad real o un acto que no pasa de la ventriloquia propia del autoengaño bien intencionado, bajo esta perspectiva, el problema fundamental del intelectual tiene que ver con la autoconsciencia de su localización y con el grado y tipo de mediación que, desde allí, ofrece. Una localización que puede ser institucional o no, pero siempre a disposición de los otros, que no son un ente abstracto sino la comunidad inmediata. Y una mediación que no busque ponerse en el lugar de los demás, que no busque representar, sino justamente desvanecerse, o dicho menos metafóricamente, ceder su espacio a los demás.
En el contexto latinoamericano, la articulación de Ángel Rama en La ciudad letrada (1984) ya apuntaba a cuestionar e indagar el punto de partida y la mediación ejercida por el intelectual. La idea de la ciudad “letrada” alude a una estructura de localizaciones establecidas en el campo cultural que suponen, a su vez, una serie de directrices de las actividades que dentro de dicho campo se puede realizar. Tales directrices llegan a estar tan determinadas que los intelectuales −y en general todos los actores culturales− terminan aunando su actividad, casi siempre, con diferentes formas de poder. Que esta alianza de los intelectuales con el poder pueda ocurrir voluntaria o involuntariamente en realidad no tiene importancia. Si su rol está dado por las localizaciones establecidas en el orden la ciudad letrada, la buena voluntad del intelectual comprometido, por ejemplo, pierde relevancia.
Este planteamiento de Rama, en línea de diálogo con el trabajo de Foucault, funciona como una especie de disparador, de invitación a iniciar un desplazamiento del lugar del intelectual, que permita encontrar una perspectiva más “independiente”. Más que pensar en el carácter comprometido del intelectual, al considerar la independencia como una posibilidad Rama alude a cierta libertad de movimiento que pudiera ayudar a los actores culturales a escapar de los itinerarios preestablecidos en su rol.
Desde entonces, la idea de recorrer, merodear, andar por los márgenes de la ciudad, se vuelve cada vez más una parte autoconsciente del ejercicio reflexivo que permite, a su vez, reconocer y encontrar otras formas y saberes de articulación de lo común que, muchas veces, han sido obliterados por las directrices de la “ciudad letrada”. Años después, las observaciones de Rama constituirán una postura muy naturalizada en buena parte de la crítica latinamericana y latinoamericanista. La misma depreciación del término “intelectual” −como etiqueta de prestigio en la esfera pública− y la progresiva, difusa e inconsistente sustitución de ese término por el “crítico” en muchos círculos culturales son un signo de ello. Nelly Richard, por ejemplo, como parte de su intervención en el acalorado debate epocal entorno a hablar “sobre” y hablar “desde” Latinoamérica, en 1997, sostendrá que es obligatorio para el ejercicio crítico andar por los derroteros más abandonados del “campo”: “sólo un paseo por las bifurcaciones laterales de campos de debates más excéntricos… daría cuenta de otras formas de distribución de las energías críticas” (1997, 354). Términos similares poblarán la discusión entre latinoamericanistas durante unos años más, conformando así un corpus crítico repleto de lo que llamo aquí una retórica del paseo.

De la serie mundo pintoresco - País(aje) I (2016 - 2019) de Camilo Barboza. Collage, 41 x 28 cm
2. Volver a ver: Beatriz Sarlo y la mirada en movimiento
Ahora bien, si la reflexión sobre la localización del intelectual impulsa la idea de exploración o “paseo” por las afueras de la “ciudad”, el problema del tipo de mediación que el mismo ejerce no está, con esto, resuelto. La pregunta por la mediación se convierte desde entonces en un debate por las formas legítimas de hacer crítica, pues no basta decir que se tiene una mirada desde algún “aquí” particular, no basta proponer la idea de un merodear por el margen, porque el “aquí” y el “margen” también están en el sujeto. Por ello, una de las vetas de este cuestionamiento se convierte en la pregunta por el tipo de sujeto que es el “intelectual”.
Beatriz Sarlo atiende especialmente este asunto al preguntarse, con una mezcla de nostalgia y distancia irónica, al inicio de su texto Escenas de la vida postmoderna (1994) –que es sin duda un libro-paseo– por cuánto tiempo más será sostenible la idea del “intelectual crítico” (12). La respuesta a esta pregunta que ella se formula en el inicio de su recorrido, en el prólogo, la encontramos explícitamente en su capítulo final, “Intelectuales”. En este segmento termina validando el supuesto de que el “pensamiento crítico” es un “lugar (que) puede construirse” (198) y no el resultado de una subjetividad capacitada como la del así llamado intelectual o especialista.
Sin embargo, más interesante que sus conclusiones es que, antes de llegar a ellas, se detiene largamente en un grupo de “intelectuales” que consigue en unas fotos. Como si se tratase de algo que sólo puede existir en el pasado, Sarlo, para hablar de los intelectuales, examina una serie de “instantáneas” (137). Se trata entonces de un viaje en el tiempo en que reconstruye una serie de imágenes. ¿Quiénes eran estos en la foto? ¿amigos? ¿colegas? ¿ella misma? Esto no queda claro y tampoco importa mucho. Lo interesante es que su acudir a la tecnología de la instantánea nos revela un pasado relativamente reciente, pero también destinado a borrarse. Allí identifica al que “nunca creyó que Manuel Puig fuera un gran escritor”, al que sólo hablaba de sus colecciones de discos y al que leía a la cultura popular sólo mediante referentes de alta cultura. En todos estos casos no consigue nada que se haya desplazado hasta el tiempo presente en el que escribe, mitad de la década de los 90. Están detenidos en la imagen de la foto. Y con ello declara que ese es el lugar de los eruditos, de los intelectuales y de los especialistas: un espacio que ya no es y cuya imagen se desvanece.
Comprendemos, entonces, que lo fundamental para ella es el “crítico” y no meramente la idea del sujeto intelectual. Pero ¿qué diferencia al “crítico” de los “intelectuales”? ¿Por qué reivindicar al primero? Para Sarlo la respuesta está, precisamente, en que la posibilidad de movilidad del crítico es imposible para el intelectual.
De hecho, su texto es todo movilidad: un desplazamiento tanto espacial como temporal por la ciudad. No necesita salir de ésta, porque la misma ciudad es ya un lugar propio para el propio extrañamiento. El referente concreto en su caso es Buenos Aires. Su trayectoria inicia precisamente andando por las galerías del centro comercial, el “shopping”, el lugar sin nostalgia, precisa, porque no es posible desplazarse temporalmente en él ya que la historia en un centro comercial es siempre mera mercancía, mero “souvenir” (19). Este espacio representa también una enajenación espacial, pues es un lugar que funciona como si se tratase de una nave espacial, sin necesidad de conectar con el resto de la ciudad. Su trampa es que ofrece la idea falsa de “libre recorrido” (16). Con Sarlo, se redondea la advertencia de que en espacios cerrados −tanto el “shopping” como muchos de los espacios en los que hacen vida los intelectuales− no es posible la actitud crítica porque limitan la posibilidad de desplazamientos.
Años después, ya despreocupada por la discusión sobre el “intelectual” y su lugar, Sarlo prosigue en su andar. En La ciudad vista (2009), advertirá sobre la instalación de otros espacios de inmovilidad en Buenos Aires, como la ciber-ciudad (212), los gimnasios (210) y el predecible recorrido turístico por el lugar típico. Su lenguaje descriptivo no parece haber sufrido mayores cambios en los tres lustros que separan un trabajo del otro. Acaso, sean escrituras cuyos orígenes son mucho más cercanos de lo que la fecha de publicación insinúa. Su recorrido crítico sigue sostenido principalmente en la mirada. Pero no es nunca una mirada cinematográfica. Las escenas las explora más en términos espaciales que temporales. Esta primacía de la vista queda patente en una prosa que sólo registra placer en la distancia frente a lo que observa; el placer del que estando tentado nada toca. Una distancia construida a través de la carga brumosa de la percepción cultural, donde hay poco espacio para la impresión inmediata que se esperaría del contacto sensible con la ciudad. Por ello finalmente no es sorprendente que muy raras veces, al leerla, sepamos dónde está ese cuerpo que mira. En su caso, el cuerpo del crítico desaparece, no de mala gana, en nombre de la crítica.
