Carlos Egaña
Ficción
Este cuento fue publicado originalmente en el primer volumen del Premio Anual de Cuento Salvador Garmendia publicado por Fundavag en 2016, luego de resultar finalista en la primera edición del concurso. Es una suerte de biopic sobre el Rolando Peña joven, que abarca desde sus acercamientos al arte en Caracas hasta sus aventuras en Nueva York. El texto fue escrito a partir de conversaciones con el artista sostenidas durante la primera mitad de 2015. En esta ocasión lo presentamos en el blog de la Sala dividido en siete partes, que podrán ser disfrutadas por el lector periódicamente.

a Martha de Barros y Anita Pantin
Un niño que podría ser cualquier niño del mundo, se baja los pantalones en el Lago de Maracaibo. El miedo que le producen las torres y los balancines de petróleo lo hace olvidar todo tipo de pudor. Esto parece un cementerio, piensa, tomando el crujir de los balancines como súplicas de compasión y clemencia. Está a punto de mearse encima; pero el calor desmedido de la zona, traducido en un sentido común algo tergiversado, no se lo permite. Opta por dejar sus piernas y su pubis al aire –por hacer de su tembladera infantil algo más primitivo, más despreocupado. Observa las aguas del lago y, como si fuera una cuestión instintiva, comprende inmediatamente lo que debe hacer.
–Ven, Ramón. Ven y tómame una foto.
El niño que podría ser cualquier niño del mundo, no está solo. Uno de sus hermanos, pocos años mayor, lo acompaña. En sus manos tiene una cámara avejentada (aun para entonces, 1949). El niño –transformando su miedo en vigor, su vigor en locura– pretende que le dé uso, pues apenas ha sido manipulada para fotografiar paisajes repetidos. Por lo que, sosteniendo fuertemente su pene, con aras de desafiar aquella cosa oscura que se implica bajo el lago, llama a su hermano para tener un registro de lo que va a suceder. No sabe por qué ni cómo será importante lo que se desprende: el chorro de orín sepultando sus miedos. Pero lo hace orgullosamente, con la infantil seguridad de que su acción ameritará algún tipo de reconocimiento –el suficiente para dejar constancia de ella.
–¿Tomaste la foto? –pregunta, sus pantalones olvidados en el suelo.
–Obviamente –miente Ramón con perspicacia–. Pero deberías sacarte más fotos, haciendo otras cosas, claro.
Y el niño hace otras cosas. Como los héroes de las historietas y los fortachones del circo, se arremanga la franela, flexiona los músculos y posa levantando los puños. Primero el derecho, luego el izquierdo. Los mira con bravura, disimulando lo gracioso del asunto. Ramón, despistado, apenas alcanza a tomar una sola fotografía. Mientras su hermano menor posa y asume arquetipos sin saberlo, piensa en lo enceguecedor que es el sol y lo escurridiza que es el agua. Cosas elementales.
–Ya está, Rolando.

Mi primer happening. Caracas, 1947.
Ya está. Luego de que lleven tanto tiempo tragando tierra, el niño recoge sus pantalones y los vuelve a vestir. Acuerda junto a su hermano volver donde su madre. Y, mientras se alejan del lago, todo vuelve a la normalidad. Las torres de petróleo cesan de ser tumbas, mear en un lago cesa de ser un acto de valentía, el segundo en que la cámara hace click cesa de ser tan importante como un disparo. Todo vuelve a la normalidad.
Todo menos un niño que podría ser cualquier niño del mundo.
I.
El fondo es Washington Square Park. Los niños juegan alrededor de la fuente central, pateando balones o imaginando hacerlo, acorde a su estatus social. Los más osados, hijos de padres solteros que prefieren concentrarse en las faldas jóvenes que pasan cerca, meten sus manos dentro de la fuente para enriquecerse precozmente. Son quienes no necesitarán pasar por las aulas de NYU –desde cuyas ventanas se asoma una jauría de estudiantes aburridos, deseosos de tener seis años de nuevo y bañarse en la fuente del parque– o saber que las estatuas que los observan son de Garibaldi, Holley y el mismo Washington para sobrevivir en la ciudad que nunca duerme.
Bajo el Arco de Washington Square, Allen Ginsberg lee a viva voz los poemas que lo han hecho conocido. Los lee todos menos Howl; está demasiado viejo para que la mitad de su público solo esté presente durante la primera parte de su recital. Opta por leer America, y contrasta mentalmente las imágenes de su reciente viaje a Inglaterra con los versos que escribió hace diez años. Si bien no le molesta que la mayoría de quienes lo rodean son hippies de pura fibra, que seguramente sangrarían flores y melodías si fuesen acuchillados –(America I’ve given you all and now I’m nothing)–, preferiría ver más estudiantes tomando notas a su alrededor –(America when will we end the human war?)–. Le causa alivio, eso sí, este público comprimido y sobre todo familiar –(America when will you be angelic?)–; las siete mil personas que lo escucharon recitar sus poemas junto a Corso, Ferlinghetti y Mitchell en el Royal Albert Hall –(America stop pushing I know what I’m doing)– le trajeron más ansias que cualquier otra cosa. La fama exacerbada de tal manera no es su fuerte –(It occurs to me that I am America)–. Entre las cabezas que miran al suelo en son de sus versos, resaltan tres: La de Timothy Leary, quien por sus ojos excesivamente abiertos y su mirada fija, pareciese estar descubriendo verdades diminutas en los pliegues de su pantalón –(America how can I wirte a holy litany in your silly mood?)–; la de Peter Orlovsky, quien sonríe como si cada sílaba pronunciada estuviera dedicada a su figura –(America this is quite serious)–, y la de un sujeto desconocido, vestido de negro de pies a cabeza, jamás visto antes por el poeta. No es de aquí, piensa mientras termina el poema –(America I’m putting my queer shoulder to the wheel)–. Y, tras una ronda de aplausos y cánticos hare-krishnas, procura acercársele para conocerlo.

Allen Ginsberg en Washington Square Park, 1966
–That was great –dice el hombre de negro atropelladamente, notando que Ginsberg lo tiene en la mira.
–¿Hablas español? –pregunta Ginsberg. El acento de su interlocutor se le hace inconfundible.
–Sí –responde, sin afanes de ocultar su origen–. Soy de Venezuela.
–Ah, por el Caribe. He pasado cerca. Un país con mucho petróleo, ¿no?
–Podría ser lo único que tiene.
Petróleo (photoscreen). Nueva York, 1980.
–¿Cómo te llamas?
–Rolando Peña– y se adelanta de nuevo–. Soy artista como usted, pero no escribo ni recito poemas.
–¿Y qué haces?
–Bailo. Bueno, algo más que eso. Destruyo la cotidianidad de la gente, le doy sentido al azar.
–Quisiera ver eso.
